martes, 19 de julio de 2011

El que hace el gol gana...

Era uno de esos 24 de Diciembre aburridos. Tarde calurosa, gris y silenciosa. Las calles estaban casi desoladas, todos se estaban preparando para recibir la Navidad, sin embargo yo me encontraba con mis amigos en la puerta de casa dándole a la redonda como lo hacíamos casi todos los días. No nos cansábamos de jugar al fútbol, no importaba la temperatura, el clima, la hora, todo momento era ideal para lanzar una pelota y echarse tras ella.
            Ese día algo interrumpió el partido y no fue precisamente ninguna señora cansada de no poder dormir la siesta. De la casa que estaba pegada a uno de los arcos (un portón) salieron cinco chicos que tendrían unos dieciséis años aproximadamente (tres o cuatro más que nosotros). Al parecer eran los nietos de una vecina que habían ido a visitarla para pasar Nochebuena junto a ella. Cada uno llevaba en una de sus manos una bolsa con petardos y sin pedir permiso ni tampoco avisar comenzaron a arrojarlos cada vez más cerca de nosotros hasta que uno de ellos explotó cerca de Christian quien no tardó en reaccionar:
- “¡Hey flaco! ¿Qué hacés?, Acá estamos jugando al fútbol, váyanse a tirar petardos a otro lado.”
  El alto, rubio y delgado muchacho que había arrojado aquel “triangulito” contestó con mucha prepotencia:
- “Pibe, hoy es Navidad, si no te gusta andá a jugar a otra parte.”
-“¡No!, No me voy a ningún lado, armate un equipo y juguemos un partido por la cancha. Si ustedes ganan se quedan tirando petardos y si nosotros ganamos seguimos jugando al fútbol”, propuso Christian.
            Yo no lo podía creer. No sólo eran más grandes que nosotros en edad sino que físicamente duplicaban nuestra estatura. Obviamente aceptaron el desafío sin dudarlo y nos propusimos a armar nuestro equipo. Muchas alternativas no había, éramos cinco justos: Christian (el precursor del partido), su hermano Javier, Andrés (que años más tarde triunfaría en la primera de River), su hermanito Marcelo (cuatro años aún más chico que nosotros) y yo.
Pactamos el partido a ocho goles, marcamos los límites de la cancha, establecimos cuáles eran los dos portones que harían de arco y arrancamos el juego. Sorpresivamente para ellos el partido empezó parejo, mas bien diría yo que comenzó con un claro dominio nuestro. A medida que iban pasando las jugadas nos animábamos a más, tirábamos una y otra pared, mareábamos a un contrincante y lo volvíamos a marear, llegábamos al fondo y volvíamos para atrás con la pelota y hasta tiramos algún que otro caño. Ellos corrían y corrían y casi no podían agarrar la pelota.
            Las respuestas no tardaron en llegar y no fueron muy futbolísticas que digamos, a su juego brusco le sumaron ataques basados en su superioridad física y en este sentido sacaban algo de ventaja.
            Cuando quise darme cuenta Maturín, la calle donde me crié, se había convertido en un verdadero estadio. Toda mi familia estaba asomada por la ventana, los vecinos de enfrente hacían lo propio, otros que vivían más alejados de la cancha abandonaron sus casas y se colocaron cerca de los portones para observar el partido y hasta María, que siempre se quejaba de nuestros pelotazos, estaba espiando detrás de su persiana.
            Lamentablemente no pudo ser, después del 7-7 se acordó el famoso dicho “El que hace el gol gana”. Nosotros seguimos divirtiéndonos con nuestro juego pero ante un error colectivo fueron ellos quienes convirtieron el gol de la victoria. Pensamos que se iban a quedar con el sector de la calle para hacer uso de sus petardos, pero no. Los cinco se fueron cabizbajos, con la mirada al piso y entraron en silencio a la casa de su abuela. En su vida se van a olvidar del baile que se comieron.


Leonardo Diana

1 comentario:

  1. Un baile impresionante, lo recuerdo muy bien!!! Hay que jugar así en el empedrado....Eran de la familia de don Juan ellos.

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